Declarada Sierva de Dios por la Santa Sede, nadie o casi nadie conoce hoy su egregia figura ni su atribulada vida durante la cual revivió en propia carne la Pasión de Cristo. Enferma de gravedad desde los diez años, llevó adelante su propio Gólgota hasta su muerte con una sonrisa siempre en los labios y una preocupación permanente por hacer felices a los demás, empezando por su propia familia y amigos. Una niña, en suma, que acreditó ya desde el principio con su comportamiento cotidiano que se puede ser santo sin hacer cosas extraordinarias, frecuentando los sacramentos, adorando a Jesús en la Eucaristía y manteniendo un trato filial con la Virgen María cimentado en el Santo Rosario.